
Duerme, mi amor, duerme, le dije, y agarré la almohada. Apenas un bostezo le dio tiempo a soltar y apreté con todas mis fuerzas. Sus piernas se movían como la cola de un lagarto que es separada del cuerpo. Sus débiles brazos dibujaban figuras en el aire antes de golpear mi espalda sin mucho convencimiento. Resultó sencillo hasta el punto de pensar que quizá, en un postrero signo de lucidez, mi querida esposa no opuso más resistencia porque entendió que yo estaba haciendo lo correcto, lo mejor para los dos. Y es curioso, pero cuando levanté la almohada de su cara, la vi bella como tiempo atrás, hermosa diría, ¡cuánto misterio esconde el cerebro humano, cuánto misterio! (...)
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