Él es el más primario de los dos. Bajito, casi enano, de cara ruda, manos curtidas en trabajos duros y de ojos hundidos en un rostro con excesivas líneas rectas. Ella tenía la cara redondeada, casi sin expresión, como envuelta en una gran masa de cebo que desiste frente a la ley de la gravedad. Sus enormes pechos le caían como ubres de una cabra sin ordeñar y su pelo era liso, grasiento y descuidado. Ambos vestían con aspecto de haber comprado la ropa en un rastrillo de antigüedades, una o dos tallas mayor de la necesaria. En fin, que tenían más apariencia de primates que de personas. Y ahí estaban, con sus dos hijos pequeños junto a mí, esperando en una cola para comprar pan, subsistiendo inútilmente, bramando escandalosamente en su idioma cavernícola y desquiciados por la hiperactividad de los niños. Se gritan, se comunican y se entienden a su modo. Y yo, en medio de sus chillidos, empujones y estupidez, aprendiendo que para situaciones como esta, hay que estar debidamente instruido en la alimentación y fortalecimiento de la paciencia. Porque de lo contrario, sería muy fácil recurrir a la violencia o enfermar inútilmente de los nervios.
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