Las mañanas de J en el almacén son eternas, agotadoras y estresantes. Su trabajo consiste en trasportar cajas de alimentos en la carretilla elevadora y llevarlas desde un recinto al otro; desde la cámara frigorífica hasta la entrada trasera del supermercado. Subir y bajar por la rampa que separa ambos lugares, continuamente, durante ocho o nueve interminables horas.
El fatídico día, J debía darse prisa en cargar la mercancía para reponer las estanterías,-en ese instante desnudas-, del supermercado. Había recibido instrucciones precisas de su severo y obtuso jefe: toda la fruta debía estar dispuesta en el lugar correspondiente antes del horario de apertura. En ese momento no había nadie más en el almacén. Sólo él, con su desesperación y su agobio. Por la emisora pidió ayuda a alguna compañera, respondiéndole M, que recién llegada a la empresa, contestó y aceptó la petición de J. Ambos se encaminaron diligentemente hacia la cámara frigorífica, subidos en la carretilla; J conducía y M de acompañante. Colocaron ordenada y minuciosamente la mercancía en la plataforma elevadora hasta que por seguridad, se aconsejaba no incrementar la carga. El transporte de todo lo necesario podía ser realizado de una sola vez, pero les quedó pendiente una caja de naranjas, fruta insustituible en cualquier establecimiento de este tipo. Sin pensarlo demasiado, colocaron una de estas cajas sobre el asiento del copiloto, siendo conocedores que con ello, incumplían las normas. Pero en fin, en la mayoría de las ocasiones, la realidad se contrapone a la teoría y a la ley. M acompañó el trayecto del vehículo a través de la rampa situándose en la parte trasera del mismo, ya que J no debía demorase más aún en la tarea. De inmediato, y al acelerar la carretilla por la pendiente, la caja de naranjas, que no iba sujeta por ningún elemento, cayó al suelo por la parte derecha del vehículo. M que se encontraba a corta distancia. Se acercó despreocupada a recoger todo aquel estropicio, sin percatarse que J había modificado su movimiento, dando marcha atrás a toda velocidad y pensando únicamente que este percance le haría perder aún más tiempo. Así que de súbito, ocurrió el horrible incidente: J había aplastado la caja de naranjas y atropellado a M, pasándole por encima y destrozándole las piernas con los enormes y pesados rodillos de la carretilla. Su cuerpo yacía en el suelo junto a sus piernas catastróficas y los espantosos gritos. En el recinto sólo se escuchaban las desgarradoras peticiones de auxilio y angustia. Poco a poco, acudieron a la espeluznante escena los compañeros de J y M, compartiendo el clamor de chillidos por un dolor inhumano. Mientras tanto, J permanecía al lado de M, paralizado por la visión atroz que sus ojos contemplaban; una imagen horrorosa, abominable. Continuó observándola inmóvil, aterrado tras comprobar que el umbral de dolor que poseía M era infinito. No perdió el conocimiento ni quedó enajenada en ningún instante, mientras su cuerpo se desangraba junto a su piel, músculos y huesos triturados.
El tiempo transcurrió sumido en la eternidad hasta la llegada del personal sanitario. Tras estabilizarla, la ambulancia se dirigió velozmente al hospital más cercano, con la idea de salvar la vida de M. Evidentemente, ya no se podía hacer nada por sus piernas. En el mejor de los casos, quedará traumatizada y tullida de por vida. Mientras se alejaba y todavía con el eco de los horrendos alaridos, continuó J en la misma posición del ya maldito recinto, paralizado y mudo, observando absorto la mezcla de sangre y jugo de naranja que reposaba en el suelo.
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