En la opacidad de la habitación y con la luz tenue de la mañana, Andrés enciende su ordenador. Entra en la lista de contactos de su red social. La mayoría de ellos son jovencitos de quince o dieciséis años, no como él que acaba de cumplir los cincuenta y seis. Por supuesto, su identidad es ficticia: en la red tiene quince años. Va en busca de su amigo favorito, Juan Pedro, de quince años, deportista. Accede al álbum de fotos, pinchando una en la que aparece Juan Pedro en la playa, con el torso inberve desnudo y boca arriba tumbado sobre la arena. La mirada lasciva de Andrés escruta hasta la locura cada detalle de la foto, en un irrefrenable impulso enfermizo. Entonces aparta hacia un lado las braguitas que lleva puestas, saca su polla de ellas y comienza a darle al asunto. Arriba y abajo, arriba y abajo. Más y más rápido, asomando levemente un baba espumosa por la comisura de sus labios. Arriba y abajo, arriba y... Aaahhh. Termina, depositándolo todo irregularmente en el suelo, dejando caer pesadamente su cuerpo contra el respaldo de la silla. Andrés cierra fuerte sus ojos, intentando dejar su mente en blanco. Pero mientras lo hace, resbalan lentamente dos lágrimas por sus afiladas y temblorosas mejillas. Permanece así unos minutos hasta que, incorporándose bruscamente observa su reloj: ya es la hora de marcarse. Con prontitud, limpia minuciosamente el semen del piso y abre el armario de la habituación. Saca la sotana de los domingos y se viste. Recoge lo necesario y sale de casa. Diríase que no quiere llegar tarde a dar la misa del día.
Identidad ficticia, sí... pues en realidad no existen ésas dos lágrimas lentas, ni rápidas, ni nada de nada.
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