
7:40; hora de ganarse el pan. Mi coche atraviesa la calle, territorio propiedad de la micro-jungla. Bajo el morro, desaparecen excitadas las palomas ¿Las habré atropellado? No, siempre salen. Hoy hay más que ayer. Siempre hay más que ayer. Siempre más y más. Veo volar junto a las plumas, el polvo y la mierda seca. Mi ventanilla cerrada; menos mal. ¿Fornicarán frenéticamente o acudirán a la cita a través de alguna comunicación animal? Los gatos miran resignados mientras las palomas devoran su festín. Miran como sólo puede observar un animal astuto, esperando a su débil e incauta presa; paloma distraída, paloma perdida, animal muerto. A lo lejos, están los hombrecitos de azul. Funcionarios de la ley y el desorden. Vigilan displicentes los movimientos de la mujer, a la que sólo pueden sancionar. Nada más. Eso hacen. A ella no le importa. Plácidamente recoge la multa y se marcha, sin protestar. La veo alejarse con la cabeza gacha, arrastrando un carro de la compra, con su soledad y su ¿locura? Quizá esto, sólo esto, es lo que la mantiene viva.
Poco a poco, la voy perdiendo de vista. Se aleja, encorvada, empujando el carro de bolsas llenas colgadas a ambos lados y la pesadez que imponen los años. Yo me quedo. Mientras, en el barrio sopla una brusca brisa que mueve hojas, colillas, polvo y plumas que todo lo envuelve. Frente a mí, contenedores vacíos rodeados de escombros, madera y un televisor viejo. Don Paco vigilando el sórdido garaje, desparramado en el viejo sillón, incombustible a pesar de su vejez y acompañado por Marino, con sus ojos impregnados de vivencias e ictericia. A lo lejos, imagino el olor del aliento de los bichos, su vientre satisfecho, incrementando la sensación de encontrarme en las profundidades de una cloaca.
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