Mediodía. Después del almuerzo el cuerpo me pide el buen vicio de la siesta, y quizás, más tarde, una merienda con la poesía de L. M. Panero y su crónica negra de un eterno delirio. En la habitación hace calor. Abro la ventana y en el cuarto penetra el humo y ruido de los coches, nada de brisa. Me tiendo sobre la cama y todo se vuelve sencillo al instante, las pequeñas cosas. Pura ilusión.
En la calle se escucha el rumor de una carrera torpe, luego gritos.
-¡Fuera de aquí, maricones de mierda! ¡Fuera! ¡Sois basura, BASURA!
Es la voz ebria de Raúl, mi vecino. Luego portazos. Raúl es un borracho desde hace unos veinte años, borracheras dóciles, pero últimamente está descontrolado. Mezcla alcohol con antidepresivos, consumido por tanta verdad. La semana pasada arrojó a la calle todo tipo de cosas que tenía en su salón: portarretratos, libros, figuras de porcelana, papeles... Recogí todo lo que no estaba destrozado y se lo dejé en las escaleras de su casa. La puerta estaba abierta pero no me atreví a entrar. Quién si lo hizo fue Julián, otro vecino, que tenía la confianza de Raúl. Lo encontró en su dormitorio, delirando y envuelto en una sábana empapada en sus inmundicias. Julián llamó a un hermano de Raúl para ponerlo al corriente. Llegó enseguida a la casa, compungido y avergonzado. Quizo desahogarse conmigo contándome cuál era la causa principal de su problema. Empezó diciéndome que todo era por la herencia. Lo interrumpí y no pudo finalizar la siguiente frase. No era asunto mío. Podía sentir propio todo aquello, las miserias de todas las familias. Y de repente, todo se transformó y el mundo se volvió otra vez tremendamente hostil.
El sueño desapareció, enterrado en un alma alterada. El libro de portada negra de Panero me asqueaba, me hacía sentir triste. Un rumor profundo con susurros enajenados penetrando en mis oídos. Cerré la ventana.
En la calle se escucha el rumor de una carrera torpe, luego gritos.
-¡Fuera de aquí, maricones de mierda! ¡Fuera! ¡Sois basura, BASURA!
Es la voz ebria de Raúl, mi vecino. Luego portazos. Raúl es un borracho desde hace unos veinte años, borracheras dóciles, pero últimamente está descontrolado. Mezcla alcohol con antidepresivos, consumido por tanta verdad. La semana pasada arrojó a la calle todo tipo de cosas que tenía en su salón: portarretratos, libros, figuras de porcelana, papeles... Recogí todo lo que no estaba destrozado y se lo dejé en las escaleras de su casa. La puerta estaba abierta pero no me atreví a entrar. Quién si lo hizo fue Julián, otro vecino, que tenía la confianza de Raúl. Lo encontró en su dormitorio, delirando y envuelto en una sábana empapada en sus inmundicias. Julián llamó a un hermano de Raúl para ponerlo al corriente. Llegó enseguida a la casa, compungido y avergonzado. Quizo desahogarse conmigo contándome cuál era la causa principal de su problema. Empezó diciéndome que todo era por la herencia. Lo interrumpí y no pudo finalizar la siguiente frase. No era asunto mío. Podía sentir propio todo aquello, las miserias de todas las familias. Y de repente, todo se transformó y el mundo se volvió otra vez tremendamente hostil.
El sueño desapareció, enterrado en un alma alterada. El libro de portada negra de Panero me asqueaba, me hacía sentir triste. Un rumor profundo con susurros enajenados penetrando en mis oídos. Cerré la ventana.
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